Un proletario puede soportar
serenamente las más difíciles pruebas que la vida le ponga, y salir airoso,
pero si hay algo, particularmente terrible, que llega a doblarlo moralmente, es la falta de
empleo; permanecer semanas y meses sin trabajo y sin ingresos; regresar a casa,
al final del día, sin un peso en la bolsa; tener que pedir prestado por todos
lados; empeñar lo poco que tiene;
esconderse de los acreedores; todo esto llega a ser tan abrumador y tan
humillante, que golpea el amor propio o, como se dice ahora, la autoestima del
jefe de familia y llega a afectar gravemente las relaciones conyugales y la
unión familiar, pues como dice el refrán, “cuando la pobreza entra por la
puerta, el amor huye por la ventana”.
Si aceptamos, sin conceder,
las cifras maquilladas del gobierno federal, que nos hablan de tres y medio
millones de mexicanos sin empleo, y si partimos de que, según el Instituto
Nacional de Estadística y Geografía (INEGI), cada familia la forman cuatro
integrantes en promedio, resulta que más de 14 millones de mexicanos sufren la
terrible tragedia del desempleo, con toda su horrible secuela de sufrimientos y
carencias.
Sin ser economistas, ni
especialistas en la materia, los trabajadores sabemos que el universo de
desempleados y subempleados es mucho mayor. Para demostrar nuestro dicho basta
recordar que medio millón de mexicanos huye cada año a EU en busca de trabajo;
que el número de adultos, jóvenes y niños, dedicados al “comercio informal”
aumenta de manera incontenible; que día a día se saturan los principales
cruceros de las grandes ciudades, con un enjambre de personas dedicadas a los
más duros y denigrantes “trabajos”; que los individuos y bandas dedicados al
narcotráfico, el secuestro, la trata de blancas y la prostitución infantil,
también crecen de manera preocupante; que el número de los llamados “ninis” (es
decir, jóvenes que ni estudian ni
trabajan) se eleva a ¡7.5 millones!; que las casas de empeño se multiplican
como conejos; en fin, basta saber cuántos de nuestros parientes, amigos y
vecinos son despedidos o rechazados diariamente, para comprobar que las cuentas
alegres de Felipe Calderón son sólo eso, “las cuentas alegres de la lechera”.

La cantidad de puestos de
trabajo se reduce peligrosamente frente al inmenso número de desempleados y
subempleados que crece diariamente, en México y en el mundo; la demanda de
fuerza de trabajo por parte de los empleadores disminuye drásticamente,
mientras la oferta de fuerza de trabajo crece mil veces más rápido. Cualquiera
sabe que con esto, el valor de la mano de obra desciende irremediablemente; el
trabajo asalariado se abarata hasta llegar a desaparecer para millones de
desempleados, para los cuales, aunque suene amargo decirlo, no hay salida
posible.
Pero lo más grave de todo, y
en este punto los obreros no debemos engañarnos, es que bajo el sistema capitalista en que vivimos, el flagelo del
desempleo no tiene remedio. Es un mito, una quimera, esperar que en una
sociedad dividida en clases antagónicas, donde los dueños de las fábricas, el
comercio y las finanzas no tienen otro Dios a quien adorar y complacer más que
al ídolo de la máxima ganancia, el fantasma del desempleo pueda desaparecer
algún día. Todo lo contrario.

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